Mahmoud Jouda
Mahmoud Jouda es un escritor de Gaza. Es autor de Gaza huérfana, Cartas para Bagdad y Jardín de piernas.
Durante la mañana del 7 de octubre, el escritor publicó un fragmento de su novela Garden of legs.
«...hasta que se reunieron todos en un solo canal y empezaron a fluir dentro del jardín de piernas. El flujo era tan intenso que provocó grietas en el barro, como si se hubiera producido el día del Juicio Final. En ese momento, fuertes temblores sacudieron la tierra, e hicieron emerger piernas, pies, sueños, lágrimas calientes, dedos y partes del cuerpo plantadas en neumáticos. Empezaron a formar un gran cuerpo, un cuerpo con miles de piernas y manos, cabezas y ojos. El cuerpo gigante empezó a caminar, anunciando el inicio del verdadero viaje de retorno a las tierras robadas. Ni las balas, ni los proyectiles de los tanques, ni el goteo de los bombarderos, pudieron impedirle avanzar. Era un gran cuerpo, con una columna vertebral formada por miles de muertos, heridos y mutilados, y formado con sangre, almas, lágrimas, recuerdos, el dolor de décadas, la agonía de las abuelas y madres, la humillación de los padres y el sufrimiento del exilio.
El cuerpo empezó a andar hacia el este, hacia el sol, hacia la nostalgia, hacia la verdad, respirando el aroma de las naranjas y el aire de Haifa y Jaffa, Asdoud, Bir Al-Sabbe' y Jerusalén. La multitud marchaba detrás suyo, cobijándose detrás suyo, cantando desde la garganta, heridos y sangrando: «Volveremos... volveremos».
Hasan gritaba: «Aquí el sueño se ha hecho realidad... Aquí los pies están completos y se levantan para dar el primer paso... Es la eternidad... Lo imposible está pasando».
8 de octubre, en respuesta a una mujer israelí que exigía la liberación de su abuela, que estaba presa como rehén en Gaza.
¡Para la israelí Adva!
Tu abuela, Adva, destruyó con sus propias manos el sueño de mi abuela, Khadra —que murió a los ochenta años— y provocó una tragedia que hasta hoy sigue durando.
Mi abuela amaba esta tierra más que la tuya. Nació aquí, su tono de piel era del mismo color de la tierra y se llamaba Khadra, no «Yafi».
Mi abuela murió ante mis ojos cuando yo era un niño pequeño que no entendía el significado de sus últimas palabras mientras tomaba su último aliento: «Llévame a casa». Ese día, no entendí qué quería decir, así que le dije, con la ingenuidad de un niño: «Estás en casa, abuela». Repitió sus palabras con una voz herida. Quedé confundido, mirando a los ojos de los presentes hasta que encontré los ojos de mi madre, Zakiyyeh, que estaba abrazando a mi abuela. Con lágrimas, me explicó, «Tu abuela quiere decir la casa en nuestra tierra, hijo».
El hogar es el sueño aniquilado por tu abuela, Yafi, que cayó cautiva de los refugiados. Estos refugiados son los descendientes de las personas cuyos sueños tu abuela rompió hace setenta y cinco años.
Tranquila, Adva, es probable que tu abuela esté bien y tome sus medicamentos con regularidad. Si mi abuela hubiera estado viva, quizás habría cocinado para ella y le habría preguntado por la patria, el pozo y el azofaifo. Somos muy generosos, Adva, pero tu abuela es una ladrona de sueños.
Espero que leas este mensaje, Adva, y que entiendas un punto importante: vives sobre las ruinas del sueño de mi abuela, vives sobre las ruinas de mi presente y sobre el futuro de mis hijos. Pero volveremos a la verdad... Muertos, vivos, almas, imágenes, recuerdos... Estamos regresando, saliendo de cada sitio, idea, potencial, con el poder de aquellos que llevaron a tu abuela a Gaza.
Volveremos, Adva: no es un eslogan, sino una convicción que trasciende desde el alma de mi abuela, hasta el alma que emergerá del vientre de mi hija Bagdad, y que se extiende más larga que la perpetuidad, y más allá de la eternidad.
4 de noviembre
La mujer estuvo unas horas haciendo cola para tomar pan, mientras que la fila de hombres se detuvo varias veces, la última de las cuales sucedió cuando dos hombres se pelearon por quien iba delante del otro para conseguir un fardo de pan. Otros hombres intervinieron para resolver el problema, hasta que uno de ellos arrojó dinero y pan al aire mientras gritaba: «No somos nosotros los que nos matamos por pan». Entonces rompió a llorar.
Después de esto, toda la calle se quedó en silencio y todo el mundo se miró a los ojos. Este silencio era exactamente como nuestro silencio cuando oímos el silbato de un misil acercándose a su objetivo. Pero esta vez no fue un misil. Fue el grito de la mujer, que dejó la cola del pan y empezó a andar, llorando en silencio y con orgullo, cogiendo la mano de su hijo pequeño, diciendo: «Venga, hijo, no necesitamos este mordisco de humillación».
La gente de Gaza nunca ha pasado por algo así. Nunca fueron pobres mendigos. La mayoría de ellos vivían en casas de las cuales eran propietarios, apartamentos y hermosos barrios. Compraban sus cosas con facilidad y destacaban por estudiar, cantar y estar al día de la moda.
En Gaza no estamos hechos de la arcilla de los milagros ni de lo sobrenatural de la época, aquello sobre lo que los poetas escriben sus deseos indefensos. Somos gente normal en Gaza. Cantamos con la música, mentimos, bailamos, nos gustan las trenzas, los pasteles y los viajes. Somos seres humanos. Nos equivocamos, maldecimos y lloramos. No miréis a las madres que hacen sonidos alegres en los funerales: se trata de mujeres que despejaron las lágrimas con gritos de alegría, mujeres cuyas mentes se dejaron volar con la primera gota de sangre que se derramó de los pequeños cuerpos de sus hijos.
Lo juro por Dios, somos seres humanos que amamos la vida, y no somos de roca, sino seres humanos hechos de polvo, agua y mucha dignidad.